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El súcubo

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Voy a pintarme los ojos con un eyeliner tan afilado que podría atravesar tu pecho eterno y hermoso de hombre en sus años de estío, en mis labios el mismo tono que la sangre que se secaría en mis dedos de mujer en un cuadro renacentista, afectada, una Judit que sostiene el cuchillo como si se le fuera a deslizar, como si temblara ante la idea de cortar la cabeza del hombre que la merece desprendida. Yo reniego del temblor, pero tiemblo. Me echo a llorar en la cama por las noches, me pinto la cara por las mañanas. El silbato del afilador atraviesa las calles mientras yo dibujo una línea delgada en el rabillo de mi ojo derecho, un triángulo tan puntiagudo que se hunde bajo las uñas con solo mirarlo. Y si te tuviera delante bastaría un pestañeo para hundirte la primera puñalada. Cortaría los huesos de tu esternón como si fueran mantequilla a temperatura ambiente, la que unto en mis tostadas, y deslizaría el arma hacia abajo en otro movimiento breve de mi párpado: aparto la mirada de tu pup