El súcubo

Voy a pintarme los ojos con un eyeliner tan afilado que podría atravesar tu pecho eterno y hermoso de hombre en sus años de estío, en mis labios el mismo tono que la sangre que se secaría en mis dedos de mujer en un cuadro renacentista, afectada, una Judit que sostiene el cuchillo como si se le fuera a deslizar, como si temblara ante la idea de cortar la cabeza del hombre que la merece desprendida.
Yo reniego del temblor, pero tiemblo. Me echo a llorar en la cama por las noches, me pinto la cara por las mañanas. El silbato del afilador atraviesa las calles mientras yo dibujo una línea delgada en el rabillo de mi ojo derecho, un triángulo tan puntiagudo que se hunde bajo las uñas con solo mirarlo. Y si te tuviera delante bastaría un pestañeo para hundirte la primera puñalada. Cortaría los huesos de tu esternón como si fueran mantequilla a temperatura ambiente, la que unto en mis tostadas, y deslizaría el arma hacia abajo en otro movimiento breve de mi párpado: aparto la mirada de tu pupila agónica y observo a otro hombre que ansía estar en tu lugar, debajo de mí, su cadera atrapada por mis piernas de amazona. No ve la sangre y, si la ve, la desea. Cada gota que salpica mi clavícula y se desliza entre mis pechos, cada nuevo centímetro de autopsia en carne viva. Interpreta la tensión en tu cuello como un gesto de éxtasis: penetrar y ser penetrada con-un-cu-chi-llo-con-un-cu-chi-lli-to. Parpadeo una vez más y tu abdomen se abre hasta el ombligo.
Y yo, que soy la que soy, que nunca quise dibujarme estas líneas de guerrera, que era firme creyente en la seducción mediante lencería que ahora me sirve de trampa, y que lloro tanto, tanto por las noches, separo la carne y hundo la cabeza hacia el interior de tu cuerpo amado. Me deslizo entre las tripas que no sé alimentar pasada la hora del desayuno, rebusco con los brazos hasta dar con tu corazón, lo tomo entre las manos. Cómo palpita, hombre mío, de éxtasis y pena, agarrándose a la vida. Estudio el ritmo y cierro y abro el puño para ayudarle con su pesada tarea, me acurruco dentro de tu piel, posición fetal bajo otra dermis y entre todas tus entrañas, un retorno al vientre materno del que Mary Shelley me advirtió en mis tres lecturas de su moderno Prometeo: no, muchacha, no lo hagas, no te arrastres hasta las sangre, no asesines con toda tu pena metamorfoseada en rabia, ¿no ves que los hombres no son buenos para eso? Que cuando dan la vida, es vida muerta antes de nacer. Que cada sonrisa que te saquen flotará sobre una cantidad indecible de lágrimas. Que no merece la pena, muchacha. Que te marches.
Yo no quería esto, mi vida, te lo prometo. Pero mantengo el ritmo de tu corazón en mi puño y no dejo que te mueras. Escucho tu respiración desde dentro, la cabeza en tu pecho, como tantas otras veces al tumbarnos. Cierro los ojos y lloro, como tantas noches, arropada por tu piel, lamiendo tus heridas, alimentada por tu sangre.
Así, amor mío, así. Calma. Estaré para siempre dentro de ti.

(Fuente de la imagen: Mad Dog Jones).

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