Lluvias de Abril - Escapril día 2

Un chico chuta una calavera humana. La lanza lejos y acaba sobre un autobús con las ventanas rotas y las ruedas deshinchadas, abandonado en mitad de la acera. A nadie le importa.
Una niña se pelea de mentira con un perro: las fauces del animal agarran un extremo de una tibia y la niña tira del otro. Los dos tienen el pelo igual de enmarañado.
Hace un sol del que abrasa, del que convierte en franjas los ojos y en pellejo las pieles. En su cenit brilla, pesa sobre estas coordenadas exactas, esta calle en la que dos chavales juegan sin adultos cerca. Están asfixiados, tienen las rodillas en carne viva, se quemarán si en un tropiezo o por un mareo caen sobre el asfalto. Contra las casas deshabitadas y los cristales cubiertos de polvo - de una ventana brota una cortina inmóvil, derramada sobre el alféizar -, reverbera el eco de las cigarras que hace tiempo cantaron.
Esta mañana, cuando el frescor de la noche aún atravesaba la calle con su brisa, los niños y el perro han encontrado un esqueleto humano. Se mantenía en una postura de plegaria: de rodillas en mitad de lo que un día llamaron carretera, con los carpos y metacarpos de una y otra mano juntos sobre la cabeza, las falanges estiradas hacia el cielo y en perfecto equilibrio apoyadas unas contra otras. La calavera apuntaba hacia arriba y la mandíbula se mantenía abierta.
Los chavales no lo saben, aunque el perro lo sospecha, pero se trata de un esqueleto de mujer. Una loca, una desmadrada, una auténtica pirada que oyó tronar de lejos una tormenta y decidió salir de casa, hace ya cientos de años durante eso que llamaban primavera, para dejarse morir. Las gotas refulgentes de un verde neón debieron abrasarle la piel, desollarla viva, derretir toda su musculatura y órganos hasta dejar este esqueleto digno de feligrés sobre un charco de tonos rojizos.
La niña arranca la tibia de las fauces del perro y la tira, lejos, para que el animal la persiga y se la traiga de vuelta. El chico, ahora sobre el autobús de superficie ardiente, recoge la calavera y baja con cuidado para no quemarse las manos. La observa un segundo antes de dejarla caer al suelo para continuar con esos chutes suyos de testosterona y penuria. Le da la sensación de que le sonríe, de que está contenta porque le pega puntapiés a su frontal y su occipital y le salta unos cuantos dientes pero a esta calavera le importa un comino su aspecto, su legado o que quede un sólo átomo de ella en el mundo. Que la destrocen, está bien. Cuando la lluvia ácida le cayó encima se moría de la risa.

Arte original.

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