Entre andenes

Soy habitante de lugares efímeros: un fantasma, una presencia extrasensorial que vive en otro plano, en todos los no-lugares, sentada en un vagón de metro durante un trayecto de media hora de vuelta a lo que llamo, qué remedio, mi casa. 
Con el culo plano en un trayecto dentro del autobús más incómodo que he tenido el placer, de verdad, auténtico placer de habitar: la cabeza llena de ilusiones, los mensajes intermitentes, una siesta con la esperanza de que quede menos tiempo para encontrarnos al despertar.
En una habitación sobrecargada de adolescencia, hormonas, recuerdos, las paredes cubiertas desde el suelo hasta el techo como un loco o un genio que conecta pistas con hilo rojo. Una habitación donde huele a ingle y axila, a perfume de muchachas con rocío sobre las pestañas y podredumbre en los corazones, a llantos interrumpidos, gemidos ahogados, un amor caótico y mutante a algo nuevo para no perdernos: me imagino que nuestro destino no es con otras personas, me imagino que pese a todos los futuros amores acabaremos juntas y arrugadas como un papel dentro de un puño rabioso, pero juntas como parte del fuego que calcinó el mundo.
Soy habitante de las olas en las que te siento, aún siento aunque viva en ciudad sin playa, mis manos sobre tus hombros, las tuyas en mi cintura. Vivo en la bañera todavía, en un puchero porque siempre pediré cinco minutos más, en una punzada de tristeza cuando no se me conceden y cuya aguja sirve para coser, de inmediato, la herida que nunca cicatriza.
Me escondo en una noche en blanco, me agarro a la electricidad estática de un televisor viejo, a la melodía robótica de un módem de los noventa que conecta hacia el Internet donde performo, una vez más, todo lo que soy y no termino de ser, todo lo que podría ser si esta asfixia no me hubiese acompañado desde la infancia.
Quieta, sola, en la tercera planta de la facultad, a la espera de una clase que parece que no llega y a la que ni siquiera deseo asistir, sola con letras diminutas en la pantalla del móvil, libro reducido para termitas de la ficción me quema las retinas me quedaré ciega a los cincuenta qué me importa. Allí, con el abrigo sobre los hombros y el tupper ya guardado, con el ir y venir de la gente, los momentos de ruido y los de silencio, me encuentro donde siempre debí estar.
Mi hogar es pura presencia. Es el olvido de que ha existido o existirá nada más. Mi hogar es una fotografía, es un parpadeo, una escena de una película mal subida a las redes, pixelada de más, borrosa, pero que alguien reproduce una y otra vez por su belleza y su calma. Pertenezco a la ausencia, a la espera y a esos instantes que nadie recuerda haber vivido.

(Esta entrada se escribió para el Wordtober pero no llegué a publicarla. Sin embargo, me ha gustado reencontrarme con el texto y he decidido subirlo, pero como algo independiente al Wordtober pues no voy a seguir con ello. La palabra para inspirarse, de todos modos, era "pertenencia").

(Fuente de la imagen: sohu.com)

Comentarios

  1. Cuántas ganas tenía de volver a leerte. Me ha parecido un texto muy gráfico, ilustrativo, el plumeado de una vida que pasa mientras tú permaneces y tu hogar se forma en ti y no fuera de ti misma. En arte hay un concepto llamado non site que se refiere a la exposición en museos o galerías de fotos, bocetos, vídeos de obras que se han realizado en un lugar lejano, en la naturaleza, en el mundo. Tu texto me ha recordado al non site porque me ha parecido una hermosa galería y un viaje a través de un largo proceso vital, y eso es precioso.

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