Allí donde la piel se abre
El sol de finales de agosto nos cae sobre la cabeza. En la orilla nos esperan rostros familiares y quemaduras que nos revolverán en las sábanas esta misma noche, algo de comida con la que alimentar la aún vibrante juventud de espíritus y cuerpos, pero aquí estamos tú y yo a cien, doscientos, quinientos metros de la arena seca. Nos damos las manos entre vaivenes de agua, nos reímos a cada ola mansa, me abrazas por la espalda y me doy la vuelta y apoyo los codos en tus hombros: cierra los ojos y tócame la cabeza. ¿Qué, qué dices? No me fío. ¡Vamos, vamos! Una carcajada amplia de las mías y levantas las manos -en esta playa nunca se deja de hacer pie- porque confías en la chica que te sonríe. La luz te atraviesa los párpados, mi sonrisa asimétrica como un daguerrotipo en tu retina. Si pudieras verte sabrías lo increíble que te sienta el pelo mojado hacia atrás y la piel salpicada de mar. Te tomo las muñecas y te dirijo los dedos a mi cráneo: éste es mi pelo mojado, esto una cicatriz de cuando era niña y entonces, oh, un obstáculo a la cada lado. ¿Los notas? Síguelos con tus yemas pero no abras esos ojos tuyos de desierto dorado, ¿vale? No los abras.
Me quedo muy callada mientras me sientes lo que no se ve en ninguno de mis tres tipos de selfie, mientras palpas el silencio, las palabras de espina que se acumulan dentro de mis alveolos, los quiebros en mi voz cada jueves por la tarde. Recorres el pasado que se enrosca en un giro, se te tuerce la sonrisa y tus cejas abandonan su reposo, entre ellas una arruga que me muero de ganas de besar. No te preocupes, cariño, esta cornamenta de carnero no te hará sangrar aunque llegues ya a las afiladas puntas. Tú que amas la fantasía, ¿podrás amar esta forma ultrahumana de mí, verdad? Aunque la almohada se hunda demasiado bajo el peso de mi cabeza, tú no dudarás agarrarme las caderas cuando me siente sobre ti y entrarás en el bosque de mi iris y podrás lavarme el pelo durante un baño largo y tratar con el mismo mimo a mis cabellos que a mis cuernos, ¿verdad?
Abres las dunas de tus ojos. El sol de finales de agosto aún nos cae sobre la cabeza. Se me ha llenado la barbilla de un temblor incontenible y se me ha torcido la boca en una curva hacia el agua. A mi espalda amenazan las nubes de una tormenta que pocas veces me alcanza, de gotas que son lamento y rabia: el tono brillante del verano ha tomado el matiz de una fotografía con luz quemada. Observas los nubarrones un instante antes de volver la vista a mis ojos empañados: quiero verte bien, no quiero perderme ni un instante de ti. Qué precioso mientras bajas despacio los brazos hasta las raíces de mi pelo y entonces siento tus manos en mi rostro. Contengo las ganas de gritar como una hermana muerta, con la boca toda abierta y desencajada en un chillido tan triste como las lágrimas que resbalan por mis mejillas hasta tus dedos. Cierro los míos en tus hombros y agacho la cabeza. Lo siento, lo siento. No pasa nada. ¿Pero y si un día pasa, y si un día la tormenta, y si un día te embisto sin verdaderamente quererlo con estos huesos de afilada agonía?
No sé si sabes, amor mío, que un día mi padre y sus hermanos le partieron un cuerno a un macho cabrío. Me río. ¿En serio? Qué brutos. A mí esta cornamenta no me la rompas. No, claro, no se trata de eso: cuando se hunda demasiado la almohada, podrás contarme por qué. Cuando tenga tus caderas entre mis manos, no podré siquiera ver los huesos enroscados. Cuando en la tranquilidad de un baño eterno me des la espalda para que te lave el pelo, pasaré los dedos con cuidado en los lugares donde tu piel se abre para parir el cuerno. Y esa tormenta, allá lejos, será lluvia de la que fertiliza y limpia -toda temerosa me arrancaré las espinas y las recibirás sin herida-. Y tu temida embestida será en realidad caricia y charla y temblor, nada más. Seremos tú y yo, en los sofás del salón. Te pesarán los huesos enroscados y apoyarás la cabeza en mi hombro y apenas me rozarás con ellos aunque comprenda y sienta contigo su peso.
El sol de finales de agosto cae del todo sobre nuestras cabezas. La tormenta se ha marchado, me siento algo más ligera y me apartas las manos de la cara porque mis lágrimas ya están secas. Volvamos a la orilla, tengo hambre. Me besas, tomas mi mano en la tuya. El agua poco a poco, paso a paso, nos baja hasta la cintura. El resto del día pasa en calma.
Abres las dunas de tus ojos. El sol de finales de agosto aún nos cae sobre la cabeza. Se me ha llenado la barbilla de un temblor incontenible y se me ha torcido la boca en una curva hacia el agua. A mi espalda amenazan las nubes de una tormenta que pocas veces me alcanza, de gotas que son lamento y rabia: el tono brillante del verano ha tomado el matiz de una fotografía con luz quemada. Observas los nubarrones un instante antes de volver la vista a mis ojos empañados: quiero verte bien, no quiero perderme ni un instante de ti. Qué precioso mientras bajas despacio los brazos hasta las raíces de mi pelo y entonces siento tus manos en mi rostro. Contengo las ganas de gritar como una hermana muerta, con la boca toda abierta y desencajada en un chillido tan triste como las lágrimas que resbalan por mis mejillas hasta tus dedos. Cierro los míos en tus hombros y agacho la cabeza. Lo siento, lo siento. No pasa nada. ¿Pero y si un día pasa, y si un día la tormenta, y si un día te embisto sin verdaderamente quererlo con estos huesos de afilada agonía?
No sé si sabes, amor mío, que un día mi padre y sus hermanos le partieron un cuerno a un macho cabrío. Me río. ¿En serio? Qué brutos. A mí esta cornamenta no me la rompas. No, claro, no se trata de eso: cuando se hunda demasiado la almohada, podrás contarme por qué. Cuando tenga tus caderas entre mis manos, no podré siquiera ver los huesos enroscados. Cuando en la tranquilidad de un baño eterno me des la espalda para que te lave el pelo, pasaré los dedos con cuidado en los lugares donde tu piel se abre para parir el cuerno. Y esa tormenta, allá lejos, será lluvia de la que fertiliza y limpia -toda temerosa me arrancaré las espinas y las recibirás sin herida-. Y tu temida embestida será en realidad caricia y charla y temblor, nada más. Seremos tú y yo, en los sofás del salón. Te pesarán los huesos enroscados y apoyarás la cabeza en mi hombro y apenas me rozarás con ellos aunque comprenda y sienta contigo su peso.
El sol de finales de agosto cae del todo sobre nuestras cabezas. La tormenta se ha marchado, me siento algo más ligera y me apartas las manos de la cara porque mis lágrimas ya están secas. Volvamos a la orilla, tengo hambre. Me besas, tomas mi mano en la tuya. El agua poco a poco, paso a paso, nos baja hasta la cintura. El resto del día pasa en calma.
(Fuente de la imagen: Página web de Mike Winkelmann)
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